Por Jonathan Martínez Líbano, director del Magíster en Educación Emocional y Convivencia Escolar UNAB
La publicación hace unas semanas del informe de UNICEF, que posiciona a Chile en el último lugar del ranking de bienestar infantil entre 43 países de altos ingresos, debe ser interpretada como una señal de alarma para nuestra sociedad, nuestras instituciones y la política pública. No se trata solo de una comparación internacional desfavorable, sino del reflejo concreto de la realidad que están viviendo niñas, niños y adolescentes en nuestro país.
Los datos son elocuentes: Chile figura entre los peores lugares en los tres dominios evaluados por el estudio —salud mental, salud física y desarrollo de habilidades—, destacando particularmente la caída de más de 10 puntos en la satisfacción vital de los adolescentes desde el año 2018. Esta cifra no solo confirma una tendencia preocupante, sino que evidencia la precarización estructural del bienestar emocional infantil. Lo que en otros países es motivo de políticas integrales de cuidado y protección, en Chile sigue tratándose como una externalidad del sistema educativo o, peor aún, como una responsabilidad que no le compete a nadie.
Desde las ciencias sociales y la ciencia en general, sabemos que el bienestar infantil no es un fenómeno espontáneo ni exclusivamente individual. Se construye a partir de las condiciones contextuales y relacionales en las que los niños crecen, aprenden y se desarrollan. En un estudio recientemente publicado, centrado en la salud mental en el contexto escolar, se evidenció que más del 50 % de niños, niñas y adolescentes presentan síntomas de depresión, ansiedad y estrés, lo que refleja lo difícil que es hoy ser niño en nuestra sociedad. Esta realidad expone con claridad que las instituciones que deberían ser garantes de derechos y protección no están llegando a tiempo para responder a las necesidades emocionales y de salud mental de la infancia.
El caso de Países Bajos, en contraste, demuestra que es posible estructurar entornos educativos centrados en el desarrollo integral, donde el sistema escolar combina exigencia académica con respeto emocional, libertad con contención y participación con estructura. Las claves de su éxito no están tanto en la cantidad de contenidos impartidos, sino en la calidad de los vínculos educativos y en la coherencia entre políticas y prácticas. No sorprende entonces que sus estudiantes no solo obtengan buenos resultados académicos, sino que también se declaren felices.
Chile necesita una lectura profunda y transformadora de esta crisis. No bastan campañas superficiales sobre salud mental ni reformas curriculares que apenas rozan la superficie del problema. Se requiere con urgencia una política nacional robusta, coherente y sostenida en el tiempo, que integre la educación socioemocional de manera sistemática y obligatoria desde la primera infancia, con contenidos pertinentes a cada etapa del desarrollo y recursos suficientes para garantizar su implementación real. A ello debe sumarse la presencia permanente de equipos psicosociales capacitados en todos los establecimientos educacionales, cuya labor no se limite a la atención de crisis, sino que también promueva activamente el bienestar emocional y la prevención del sufrimiento psíquico desde un enfoque comunitario. Esta transformación exige también una formación docente rigurosa en salud mental, convivencia escolar y desarrollo emocional, reconociendo que los vínculos significativos que los adultos establecen con sus estudiantes son factores protectores esenciales. Finalmente, es indispensable incorporar un sistema de evaluación periódica del bienestar escolar que permita tomar decisiones basadas en evidencia, superando la lógica de los resultados académicos como único criterio de calidad educativa.
No podemos seguir aceptando como normal la infelicidad de nuestros niños. El sufrimiento emocional crónico no solo impacta el presente de quienes lo viven, sino que condiciona su trayectoria vital, su salud mental futura y su participación en la sociedad. Este informe no es una anécdota mediática. Es un espejo incómodo que nos obliga a actuar con decisión. Porque si nuestros niños son hoy los más infelices del mundo, es el mundo adulto el que ha fallado. Y ya no hay más tiempo para la indiferencia.