Superciclo o destrabe: cómo leer el momento del cobre

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Manuel Reyes, académico Facultad de Ingeniería U. Andrés Bello

Hace poco volvió a instalarse en el debate minero chileno una palabra con mucha carga histórica: “superciclo”. Es comprensible; el país mira su cartera de proyectos, ve cifras voluminosas y una tramitación ambiental más fluida, y la tentación es concluir que estamos ante un nuevo auge comparable al de otras décadas. Pero en minería una etiqueta no reemplaza a la evidencia, y menos cuando esa etiqueta puede mover expectativas sociales, laborales e institucionales durante años.

Un superciclo no es una racha. No es un buen par de trimestres ni un repunte de aprobaciones. Es un cambio estructural de la demanda mundial, lo suficientemente grande y persistente como para sostener por una década o más niveles de precio e inversión por encima de la tendencia histórica. Con esa definición mínima en mente, el caso del cobre exige cautela. Hoy no se observa aún un salto de demanda global que, en magnitud y persistencia, sea comparable al vivido en los peaks de 2007 o 2014. Hay fuerzas de largo plazo indiscutibles —electrificación, redes, transición energética— pero de ahí a afirmar que ya estamos “en superciclo” hay un trecho.

En litio, cuyo mercado es mucho más pequeño y por lo mismo más sensible a cambios tecnológicos, geopolíticos y de oferta, podría construirse un argumento supercíclico con más facilidad; sin embargo, la volatilidad reciente de precios y señales de demanda en los últimos meses debilita la idea de un régimen estable de expansión sostenida. El entusiasmo no debería adelantarse al diagnóstico.

Las cifras de inversión también invitan a poner los pies en el suelo. La industria chilena ya vivió períodos en que la cartera anunciada para la década siguiente alcanzaba órdenes de magnitud muy distintos. En 2011, por ejemplo, se hablaba de aproximadamente US$ 64 mil millones para los próximos diez años. La cartera que hoy se destaca ronda en torno a US$ 10 mil millones a diez años. Es positiva, por cierto, y refleja movimiento. Pero no es razonable equiparar ambos escenarios como si fueran el mismo fenómeno histórico con distinto nombre. Cuando el número cambia de escala, el ciclo también cambia de naturaleza.

El problema no es semántico; es social. Chile sabe —a veces a la fuerza— que anunciar superciclos tiene efectos reales. La década pasada dejó una lección clara: en 2011 había siete universidades con Ingeniería de Minas y cohortes acotadas; al año siguiente, la carrera se abrió en torno a 28 instituciones adicionales, con matrículas promedio cercanas a cien alumnos por programa. Esa expansión fue hija directa de una narrativa de auge permanente. El mercado laboral, en cambio, operó con la aritmética fría de la oferta y la demanda: miles de titulados terminaron trabajando en sectores ajenos a la minería. No fue culpa de los estudiantes, sino de una expectativa colectiva sobredimensionada. Repetir esa curva sin aprender de su derivada sería un error costoso.

Hay otro elemento que suele pasar a segundo plano cuando se habla de “boom” y “superciclo”: el contexto institucional interno. El destrabe reciente de proyectos no necesariamente proviene de una señal inequívoca de mercado, sino de cambios regulatorios y administrativos. La formalización del royalty minero en 2023, con entrada en vigencia gradual desde 2024, entregó certezas que estaban pendientes. A ello se suma el esfuerzo por disminuir o, al menos, racionalizar la llamada “permisología”, que por años ha operado como freno estructural a la inversión. Ese reordenamiento explica buena parte de la mayor fluidez actual.

Al mismo tiempo, el país enfrenta tensiones nuevas que complejizan el escenario futuro. La Ley N° 21.600, que crea el Servicio de Biodiversidad y Áreas Protegidas (SBAP), introdujo la identificación de “sitios prioritarios” para conservación que en varios casos se superponen con áreas de operación o expansión minera. La reacción no tardó: Sonami actualizó su Mapa Minero para reflejar zonas de conflicto y se impulsó un nuevo Consejo Minero con foco en la defensa de la pequeña y mediana minería, tal como han reportado medios especializados. Todo esto perfila un ciclo donde inversión y gobernanza ambiental interactúan con fricción, y donde el flujo de proyectos depende tanto de la economía global como de la arquitectura institucional local.

Nada de lo anterior niega el buen momento de actividad. Chile puede y debe celebrar que existan proyectos, que mejoren los tiempos de evaluación y que se recupere dinamismo inversor. Lo que sí corresponde es evitar el reflejo automático de llamar superciclo a cualquier auge. Un boom de proyectos puede ser resultado de destrabes internos, de una ventana favorable de inversión o de expectativas sectoriales; un superciclo requiere, además, una demanda mundial que empuje de manera robusta y sostenida. Confundir ambas cosas es como extrapolar una tendencia lineal desde dos puntos cercanos: puede verse elegante en el papel, pero termina fallando cuando importa.

Si vamos a construir futuro minero, hagámoslo con memoria y con rigor. La industria necesita optimismo, sí, pero del tipo que resiste los datos. Y el país necesita que su relato minero no vuelva a inflarse más rápido que la realidad que pretende describir.